MIS VIAJES A LA LUNA
Me cuesta levantarme por las mañanas, lo reconozco.
La ducha, el desayuno y toda la rutina de primera hora la suelo hacer con la calma. Seguramente, porque sé que en cuanto pongo un pie en el ascensor, el ritmo se dispara. ¡Qué os voy a contar que no sepáis! El trabajo, el teléfono, los compromisos… hasta la compra la hacemos a toda velocidad. Nada que me diferencie del 99% de las 4 personas que leerán esto.
Sin embargo, hay algo en mi rutina (ahora casi diaria) que no es tan fácil de tener: mis viajes a la Luna.
Y es que mi madre está como una rosa, pero tiene 91 años. Y noto que cada vez nos necesita más. Siempre que puedo voy a verla. La mayoría de las veces me toca correr (aún más) para poder estar un ratillo con ella. Y en ese rato, de repente, aparezco en otra dimensión: es como si el tiempo se detuviera, como si no hubiera gravedad: “Acompáñame a la farmacia” me dice, por ejemplo. La farmacia está al otro lado de la calle, pero nos puede costar 10 ó 15 minutos llegar. Mi percepción es como la de un astronauta dando un paseo espacial.
Al principio, me faltaba un poco el oxígeno, pero ahora me he hecho a la nueva atmósfera y no sólo es que me haya aclimatado, es que hasta me gusta ese cambio de ritmo repentino al final del día.
Así que soy yo ahora el que busca cualquier excusa para que me acompañe, aun sabiendo que me va a requerir el triple de tiempo. Y. reconozco que esos momentos con ella en los que me pregunta lo mismo varías veces y yo juego a contestar cada vez de una forma diferente para que ella no se dé cuenta de que ya me lo había preguntado, me reconfortan (y sé que a ella también).
Este es el motivo por el que egoístamente puedo decir que son pequeños pasos para mi madre, pero grandes pasos para mi propia humanidad.
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